sábado, 23 de julio de 2011

Lamentos

Querida Helena,

Esta es la primera carta que te escribo desde que te fuiste, la primera vez que reúno valor para decirte cuanto lamento el haberte perdido, el no tenerte a mi lado, el no sentirte más.

Es una carta especial, ya que ahora la leo en voz alta, frente a todos aquellos que te queremos y nos hemos reunido hoy para darte el último adiós. Espero que mi voz no me traicione en este día, quebrándose como un cristal bajo el martillo de la emoción y el dolor de tu perdida, pues es mucho lo que quiero decirte y, al menos por una vez, te debo el ser tan fuerte como tú lo has sido toda tu vida.

Hay tantas cosas que podría lamentar, tantas culpas que señalar, tantos reproches que tener, tanta angustia que sufrir, que no me quedarían horas por vivir, así que aprovecharé esta oportunidad y, desde aquí, junto a tu pequeño y frágil cuerpo ya sin vida, daré paz a mi alma dando voz a mis lamentos.

Lamento que nunca verás el sol ponerse tras el Guadiana, que nunca verás el sol brillar en las cumbres de Sierra Nevada, que nunca sentirás el olor penetrante de la salmuera en los muelles de Ayamonte, ni el placer de sentir la suave caricia del frescor de las cuevas de Guadix.


Lamento que nunca atravesarás los campos de La Mancha y verás a los girasoles danzar en pos de un sol que nunca han de alcanzar, que nunca sentirás el goce de subir a Despeñaperros, sabiendo que ante ti se abren las tierras de tus ancestros.

Lamento que nunca podrás jugar a recoger conchas en la bajamar, ni a salvar toallas en la pleamar; que nunca correrás, que nunca nadarás, que nunca hablarás, pero sobre todo lamento que nunca sonreirás.

Lamento, hija mía, el no poder verte crecer y llegar a ser una gran mujer.

Tu partida me ha dejado un vacío en el alma que no puedo llenar, me devora por dentro y amenaza mi cordura, ahoga las sensaciones y mata el intelecto. Se me hace difícil expresar en palabras ese martirio, ese sufrimiento sordo, ese morir por dentro, que ni tiene principio, ni al parecer fin cierto. 


Así que permíteme tomar prestadas algunas de las palabras que Miguel Hernández dedicó, en su Elegía, a Ramón Sijé, dicen así:

Tanto dolor se agrupa en mi costado
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida
.

Querida hija, no sufras al oír mi palabras, pues aunque muchos son mis lamentos, muchas más son las alegrías que tu corta vida me ha brindado, y doy gracias al Señor por haber podido compartir contigo la brisa del mar a orillas del Mediterráneo, la nieve bajo los pies en los Pirineos, los interminables prados en la Cerdanya, los paseos entre las fieras del zoo, la fresca penumbra de los bosques de Vic o el misterio de las minas de Cercs o las cuevas del Salnitre.

Mil gracias a Dios por haberme concedido el milagro 
de tenerte entre mis brazos, sentir tu piel, 
besar tu frente, de tan sólo conocerte.

Poco me queda por decir, tan solo agradecer a la Hermana Saveria y al Padre Salvador su guía y su fuerza; y a todos los que hoy me acompañan, estén o no en esta sala, su apoyo incondicional y el amor que te profesan.

Adiós hija mía, por fin es hora de descansar.

Tu padre que te quiere.

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